sábado, 24 de enero de 2009

Baudelaire, Edgar A. Poe: su vida y sus obras



…algún maestro desventurado a
quien la inexorable Fatalidad ha
perseguido encarnizada, cada vez
más encarnizada, hasta que sus
cantos no tengan más que un solo
estribillo, hasta que los cantos
fúnebres de su Esperanza hayan
adoptado este melancólico estribillo:
«¡Nunca! ¡Nunca más!»
Edgar A. Poe, El cuervo

En su trono de bronce el Destino se burla,
de amarga hiel empapando su esponja,
y la Necesidad es para ellos tenaza.
Théophile Gautier, Tinieblas


I

EN ESTOS ÚLTIMOS TIEMPOS compareció ante nuestros tribunales un desdichado cuya frente estaba marcada por un raro y singular tatuaje. ¡Desafortunado! Llevaba él así encima de sus ojos la etiqueta de su vida, como un libro su título, y el interrogatorio demostró que aquel extraño rótulo era cruelmente verídico. Hay en la historia literaria destinos análogos, verdaderas condenas, hombres que llevan las palabras «mala suerte» escritas en caracteres misteriosos sobre las arrugas sinuosas de su frente. El ángel ciego de la expiación se ha apoderado de ellos y los azota con uno y otro brazo para ejemplo edificante de los demás. En vano su vida revela talento, virtudes, gracia: la sociedad tiene para ellos un anatema especial y acusa en ellos las lesiones que les ha causado. ¿Qué no hizo Hoffmann para desarmar al Destino, y qué no realizó Balzac para conjurar la fortuna? ¿Existe, pues, una Providencia diabólica que prepara la desgracia desde la cuna, que arroja con premeditación naturalezas espirituales y angélicas en medios hostiles, como a mártires en los circos? ¿Existen, pues, almas santas y destinadas al altar, condenadas a ir hacia la muerte y hacia la gloria a través de sus propias ruinas? La pesadilla de las Tinieblas, ¿asediará eternamente a esas almas elegidas? En vano se agitan, en vano se forman para el mundo, para sus previsiones y asechanzas; perfeccionarán la prudencia, taparán todas las salidas, acolcharán las ventanas contra los proyectiles del azar; pero el Diablo entrará por el agujero de la cerradura. Una perfección será la falla de su coraza, y una cualidad superlativa, el germen de su condenación.
Para romperla, el águila, desde lo alto del cielo,
sobre su frente al aire soltará la tortuga,
pues ellos deben perecer fatalmente.
Su destino está escrito en toda su contextura, brilla con siniestro resplandor en sus miradas y en sus gestos, circula por sus arterias con cada uno de sus glóbulos sanguíneos.
Un célebre escritor de nuestro tiempo ha escrito un libro para demostrar que el poeta no podía encontrar buen acomodo ni en una sociedad democrática ni en una aristocrática, no más en una república que en una monarquía absoluta o templada. ¿Quién ha sabido, pues, replicarle perentoriamente? Yo aporto hoy una nueva leyenda en apoyo de su tesis y añado un nuevo santo al martirologio; debo escribir la historia de uno de esos ilustres desventurados, demasiado rica en poesía y pasión, que ha venido, después de tantos otros, a hacer en este bajo mundo el rudo aprendizaje del genio entre las almas inferiores.
¡Lamentable tragedia la vida de Edgar A. Poe! ¡Su muerte, horrible desenlace, cuyo horror aumenta con su trivialidad! De todos los documentos que he leído he sacado la convicción de que los Estados Unidos sólo fueron para Poe una vasta cárcel, que él recorría con la agitación febril de un ser creado para respirar en un mundo más elevado que el de una barbarie alumbrada con gas, y que su vida interior, espiritual, de poeta, o incluso de borracho, no era más que un esfuerzo perpetuo para huir de la influencia de esa atmósfera antipática. Implacable dictadura la de la opinión de las sociedades democráticas; no imploréis de ella ni caridad ni indulgencia, ni flexibilidad alguna en la aplicación de sus leyes a los casos múltiples y complejos de la vida moral. Diríase que del amor impío a la libertad ha nacido una nueva tiranía: la tiranía de las bestias, o zoocracia, que por su insensibilidad feroz se asemeja al ídolo de Juggernaut. Un biógrafo nos dirá seriamente —bienintencionado es el buen hombre— que Poe, de haber querido regularizar su genio y aplicar sus facultades creadoras de una manera más apropiada al suelo americano, hubiese podido llegar a ser un autor de dinero (a money making author). Otro —éste un cínico ingenuo—, que, por bello que sea el genio de Poe, más le hubiera valido tener sólo talento, ya que el talento se cotiza más fácilmente que el genio. Otro, que ha dirigido diarios y revistas, un amigo del poeta, confiesa que resultaba difícil utilizarle, y que se veía uno obligado a pagarle menos que a otros, porque escribía con un estilo demasiado por encima del vulgo. «¡Qué tufo a trastienda!», como decía Joseph de Maistre.
Algunos se han atrevido a más, y uniendo la falta de inteligencia más abrumadora de su genio a la ferocidad de la hipocresía burguesa, le han insultado a porfía, y después de su repentina desaparición, han vapuleado ásperamente ese cadáver; en especial, el señor Rufus Griswold, que, para aprovechar aquí la frase vengativa del señor George Graham, ha cometido así una infamia inmortal. Poe, experimentando quizá el siniestro presentimiento de un final repentino, había designado a los señores Griswold y Willis para ordenar sus obras, escribir su vida y restaurar su memoria. Ese pedagogo-vampiro ha difamado ampliamente a su amigo en un enorme artículo mediocre y rencoroso, que precisamente encabeza la edición póstuma de sus obras. ¿No existe, pues, en América una disposición que prohiba a los perros la entrada en los cementerios? En cuanto al señor Willis, ha demostrado, por el contrario, que la benevolencia y el decoro van siempre de consuno con el verdadero talento, y que la caridad con nuestros semejantes, que es un deber moral, es también uno de los mandamientos del gusto.
Hablad de Poe con un americano: confesará acaso su genio, y hasta puede que se muestre orgulloso de él; pero en tono sardónico, superior, que deja traslucir al hombre positivo, os hablará de la vida disoluta del poeta, de su aliento alcoholizado que hubiera ardido con la llama de una vela, sus hábitos de vagabundo. Os dirá que era un ser errante y heteróclito, un planeta desorbitado que rondaba sin cesar desde Baltimore a Nueva York, desde Nueva York a Filadelfia, desde Filadelfia a Boston, desde Boston a Baltimore, desde Baltimore a Richmond. Y si, con el corazón conmovido por esos preludios de una historia desconsoladora, dais a entender que tal vez no sea solamente culpable el individuo, y que debe de ser difícil pensar y escribir cómodamente en un país donde hay millones de soberanos —un país sin capital, hablando con propiedad, y sin aristocracia—, entonces veréis sus ojos desorbitarse y despedir rayos, la baba del patriotismo doliente subir a sus labios, y América, por su boca, lanzar injurias a Europa, su vieja madre, y a la filosofía de los antiguos días.
Repito que, por mi parte, he adquirido la convicción de que Edgar A. Poe y su patria no estaban al mismo nivel. Los Estados Unidos son un país gigantesco e infantil, envidioso, naturalmente, del viejo continente. Orgulloso de su desarrollo material, anormal y casi monstruoso, ese recién llegado a la Historia tiene una fe ingenua en la omnipotencia de la industria; está convencido, como algunos desdichados entre nosotros, de que acabará por tragarse al Diablo. ¡Tienen allá un valor tan grande el tiempo y el dinero! La actividad material, exagerada hasta adquirir las proporciones de una manía nacional, deja en los espíritus muy poco sitio para las cosas no terrenas. Poe, que era de buena casta —y que, por lo demás, declaraba que la gran desgracia de su país era no poseer una aristocracia racial, dado, decía él, que en un pueblo sin aristocracia el culto de lo Bello sólo puede corromperse, aminorarse y desaparecer; que acusaba en sus conciudadanos, hasta en su lujo enfático y costoso, todos los síntomas del mal gusto característico de los advenedizos; que consideraba el Progreso, la gran idea moderna, como un éxtasis de papanatas, y que denominaba los perfeccionamientos de la mansión humana cicatrices y abominaciones rectangulares—, Poe era allá un cerebro singularmente solitario. No creía más que en lo inmutable, en lo eterno, en el self-same, y gozaba —¡cruel privilegio en una sociedad enamorada de sí misma!— de ese grande y recto sentido a lo Maquiavelo que marcha ante el sabio como una columna luminosa a través del desierto de la Historia. ¿Qué hubiera pensado, qué hubiera escrito el infortunado, si hubiese oído a la teóloga del sentimiento suprimir el Infierno por amor al género humano, al filósofo de la cifra proponer un sistema de seguros, una suscripción de cinco céntimos por cabeza ¡para la supresión de la guerra y la abolición de la pena de muerte y de la ortografía, esas dos locuras correlativas!, y a tantos y tantos otros enfermos que escriben, «con la oreja inclinada hacia el viento», fantasías giratorias, tan flatulentas como el elemento que se las dicta? Si añadís a esta visión impecable de la verdad, auténtica dolencia en ciertas circunstancias, una delicadeza exquisita de sentidos a la que atormentaría una nota falsa, una finura de gusto a la que todo, excepto la exacta proporción, sublevara, un amor insaciable a lo Bello, que había adquirido la potencia de pasión morbosa, no os extrañará que para un hombre semejante la vida llegara a ser un infierno y que haya acabado mal; os admirará que haya él podido durar tanto tiempo.

LA FAMILIA DE POE era una de las más respetables de Baltimore. Su abuelo materno había servido como quarter-master-general en la guerra de la Independencia, y La Fayette le dispensaba una gran estimación y amistad.
Este, a raíz de su último viaje a los Estados Unidos, quiso ver a la viuda del general y testimoniarle su gratitud por los servicios que le había hecho su marido. El bisabuelo se había casado con una hija del almirante inglés MacBride, que estaba emparentado con las más nobles casas de Inglaterra. David Poe, padre de Edgar e hijo del general, se enamoró perdidamente de una actriz inglesa, Isabel Arnold, célebre por su belleza; se fugó y se casó con ella. Para unir más íntimamente su destino al de ella, se hizo actor y apareció con su mujer en diferentes teatros, en las principales ciudades de la Unión. Los esposos murieron en Richmond, casi al mismo tiempo, dejando en el abandono y en la penuria más completos a tres criaturas, una de las cuales era Edgar.
Edgar A. Poe había nacido en Baltimore, en 1813. Doy esta fecha de acuerdo con su propia afirmación, pues él se elevó contra la aseveración de Griswold, que sitúa su nacimiento en 1811. Si alguna vez el espíritu novelesco, para servirme de una frase de nuestro poeta, ha presidido un nacimiento —¡espíritu siniestro y tempestuoso!—, ciertamente, presidió el suyo. Poe fue, en verdad, hijo de la pasión y de la aventura. Un rico negociante de la ciudad, mister Allan, se entusiasmó con aquel lindo e infortunado a quien la Naturaleza había dotado de un aspecto encantador, y como no tenía hijos, le adoptó. El niño se llamó, pues, de allí en adelante Edgar Allan Poe. Fue así criado en una grata holgura y con la esperanza legítima de una de esas fortunas que dan al carácter una soberbia certeza. Sus padres adoptivos se lo llevaron en un viaje que hicieron a Inglaterra, Escocia e Irlanda, y antes de regresar a su país le dejaron en casa del doctor Bransby, que dirigía un importante centro de enseñanza en Stoke-Newington, cerca de Londres. Poe ha descrito en William Wilson aquella extraña casa, construida en el viejo estilo isabelino, y también sus impresiones de colegial.
Volvió a Richmond en 1822 y prosiguió sus estudios en América bajo la dirección de los mejores profesores del lugar. En la Universidad de Charlottesville, donde ingresó en 1825, se distinguió no sólo por una inteligencia casi milagrosa, sino también por una profusión casi siniestra de pasiones —una precocidad realmente americana— que fue, por último, la causa de su expulsión. Conviene señalar de paso que Poe había demostrado ya, en Charlottesville, una aptitud de las más notables para las ciencias físicas y matemáticas. Más tarde la empleará con frecuencia en sus extraños cuentos, y obtendrá de ella medios absolutamente inesperados. Pero tengo razones para creer que no es a ese orden de composiciones a las que él daba más importancia, y que —quizá precisamente a causa de esa aptitud precoz— las consideraba como fáciles juegos de manos, comparándolas con las obras de pura fantasía. Unas desdichadas deudas de juego originaron una desavenencia pasajera entre él y su padre adoptivo, y Edgar —hecho de los más curiosos y que prueba, pese a lo que se ha dicho, una dosis de caballerosidad muy grande en su impresionable cerebro— concibió el proyecto de tomar parte en las guerras de los helenos y de ir a luchar contra los turcos. Partió, pues, hacia Grecia. ¿Qué fue de él en Oriente? ¿Qué hizo allí? ¿Estudió las costas clásicas del Mediterráneo? ¿Por qué le encontramos nuevamente en San Petersburgo, sin pasaporte, comprometido, y en qué clase de asunto, obligado a recurrir al ministro americano, Henry Middleton, para librarse de la sanción rusa y volver a su casa? Se ignora; existe ahí una laguna que él sólo hubiese podido llenar. La vida de Edgar A. Poe, su juventud, sus aventuras en Rusia y su correspondencia han sido anunciadas largo tiempo por los periódicos americanos, pero no han aparecido nunca.
De regreso en América, en 1829, expresó el deseo de ingresar en la escuela militar de West-Point; fue admitido, en efecto, y allí, como en otras partes, dio pruebas de una inteligencia admirablemente dotada, pero indisciplinable, siendo, al cabo de unos meses, expulsado. Al mismo tiempo ocurría en su familia adoptiva un suceso que debía tener las más graves consecuencias sobre su vida entera. La señora Allan, por quien parece él haber sentido un afecto verdaderamente filial, falleció, y el señor Allan se casó con una mujer muy joven. Y en esta época tuvo lugar una desavenencia doméstica, una historia rara y tenebrosa que no puedo contar, porque no ha sido claramente explicada por ningún biógrafo. No es, por tanto, extraño que él se haya separado definitivamente del señor Allan, y que éste, que tuvo hijos de su segundo matrimonio, le haya excluido por completo de su testamento.
Poco tiempo después de haber abandonado Richmond, Poe publicó un pequeño tomo de poesías; fue realmente una aurora brillante. Para quien sabe sentir la poesía inglesa, hay ya en él un acento extraterreno, la serenidad en la melancolía, la deliciosa solemnidad, la experiencia precoz —iba a decir, creo, la experiencia innata— que caracterizan a los grandes poetas.
La miseria le hizo ser soldado una temporada, y es de suponer que empleó los pesados ocios de la vida de guarnición en preparar los materiales de sus futuras composiciones, composiciones extrañas que parecen haber sido creadas para demostrarnos que la singularidad es una de las partes integrantes de lo Bello. Al volver a la vida literaria, el único elemento en que pueden respirar ciertos seres déclassés, Poe fenecía en una extrema miseria, cuando un azar feliz le hizo mejorar. El propietario de una revista acababa de fundar dos premios: uno, para el mejor cuento; otro, para el mejor poema. Una letra singularmente bella atrajo la mirada de Mr. Kennedy, que presidía el jurado, y le dio deseos de examinar por sí mismo los manuscritos. Y sucedió que Poe había ganado los dos premios, aunque sólo uno le fue entregado. El presidente del jurado sintió la curiosidad de ver al desconocido. El director del diario le llevó a un joven de una belleza chocante, andrajoso, abrochado hasta la barbilla, y que tenía el aspecto de un caballero tan orgulloso como hambriento. Kennedy se portó bien. Presentó a Poe a un señor, Thomas White, que fundaba en Richmond el Southern Literary Messenger. El señor White era un hombre audaz, pero sin ningún talento literario; necesitaba un ayudante. Poe se encontró así, muy joven —a los veintidós años—, director de una revista cuyo destino descansaba por entero en él. El creó esa prosperidad. El Southern Literary Messenger reconoció desde entonces que era a aquel excéntrico maldito, a aquel borracho incorregible, a quien debía su público y su fructuosa notoriedad. En ese magazine es donde aparecieron por primera vez la Aventura sin par de un tal Hans Pfaall y otros varios cuentos que los lectores verán ahora desfilar ante sus ojos. Durante cerca de dos años, Edgar A. Poe, con un maravilloso ardor, asombró a su público con una serie de composiciones de un nuevo género y con artículos críticos cuya viveza, claridad y severidad razonadas estaban hechas realmente para atraer las miradas. Aquellos artículos se ocupaban de libros de todo género, y la sólida cultura que el joven había adquirido le sirvió de mucho. Conviene saber que aquella tarea considerable la realizaba él por quinientos dólares; es decir, por dos mil setecientos francos al año. Inmediatamente —dice Griswold, lo cual quiere decir; «¡Se creía, pues, rico el muy imbécil!»— se casó con una muchacha bella, encantadora, de un carácter amable y heroico, pero que no tenía un céntimo —añade el propio Griswold en un tono de desdén—. Era la señorita Virginia Clemm, una prima suya.
Pese a los servicios hechos a su diario, el señor White riñó con Poe al cabo de dos años, aproximadamente. El motivo de esa ruptura estuvo, sin duda, en los ataques de hipocondría y en las crisis alcohólicas del poeta, accidentes característicos que ensombrecían su cielo espiritual, como esas nubes lúgubres que dan de pronto al paisaje más romántico un aire de melancolía en apariencia irreparable. A partir de entonces, veremos trasladar su tienda al desventurado, como un hombre del desierto, y transportar su ligero petate a las principales ciudades de la Unión. Dirigió en todas partes revistas o colaboró en ellas de una manera brillante. Difundió con deslumbradora rapidez artículos críticos, filosóficos y cuentos henchidos de magia, que aparecieron reunidos bajo el título de Tales of the Grotesque and the Arabesque, título notable e intencionado, pues los adornos grotescos y arabescos rechazan la figura humana, y ya se verá que por muchos conceptos la literatura de Poe es extra o sobrehumana. Sabremos, por notas ofensivas y escandalosas insertadas en los periódicos, que Mr. Poe y su mujer se encuentran enfermos de peligro en Fordham y en una absoluta miseria. Poco tiempo después de la muerte de la señora Poe, el poeta sufrió los primeros ataques de delirium tremens. Una nueva nota apareció de repente en un diario —ésta más que cruel—, en la que se acusa su desprecio y su asco del mundo, creándole uno de esos procesos tendenciosos, verdaderas requisitorias de la opinión, contra los cuales tuvo él siempre que defenderse, una de las luchas más estérilmente fatigosas que conozco.
Sin duda, ganaba dinero, y sus trabajos literarios le permitían casi vivir. Pero poseo pruebas de que él tenía que vencer sin cesar repugnantes dificultades. Soñó, como tantos otros escritores, con una revista suya, quiso estar en su casa, y el hecho es que había sufrido lo bastante para desear con ardor aquel cobijo definitivo de su pensamiento. A fin de alcanzar ese resultado y conseguir una suma de dinero suficiente, tuvo que recurrir a las lectures. Ya se sabe lo que son esas lectures, una especie de especulación, el Colegio de Francia puesto a disposición de todos los literatos, pues el autor no publica su lecture sino después de haber sacado de ella todos los ingresos que puede producir. Poe había dado ya en Nueva York una lecture de «Eureka», su poema cosmogónico, que había promovido incluso grandes discusiones. Pensó aquella vez dar lectures en su tierra natal, Virginia. Contaba, como escribió a Willis, con hacer una gira por el Oeste y el Sur y confiaba en el concurso de sus amigos literarios y de sus antiguas amistades de colegio y de West-Point. Visitó, pues, las principales ciudades de Virginia y Richmond contempló de nuevo a aquel a quien había conocido allí tan joven, tan pobre, tan derrotado. Todos los que no habían visto a Poe desde el tiempo de su oscuridad acudieron en masa para examinar a su ilustre compatriota. Y él apareció apuesto, elegante, correcto, como el genio. Hasta creo que desde hacía algún tiempo había él llevado su condescendencia al extremo de hacer que le admitiesen en una sociedad de templanza. Escogió un tema tan amplio como elevado: El principio de la poesía, y lo desarrolló con esa lucidez que es uno de sus privilegios. Creía, como verdadero poeta que era, que la finalidad de la poesía es de la misma naturaleza que su principio, y que no debe fijarse en otra cosa más que en sí misma.
La buena acogida que le dispensaron inundó su pobre corazón de orgullo y de gozo; se mostraba de tal modo encantado, que hablaba de establecerse definitivamente en Richmond y de acabar su vida en los lugares que su infancia le había hecho dilectos. Sin embargo, tenía asuntos en Nueva York, y partió el 4 de octubre, quejándose de escalofríos y de debilidad. Como siguiera sintiéndose bastante mal, al llegar a Baltimore, el 6, por la noche, hizo llevar su equipaje al embarcadero, desde donde debía dirigirse a Filadelfia, y entró en una taberna para tomar un excitante cualquiera. Allí, por desgracia, se encontró con antiguos amigos y se detuvo más de la cuenta. A la mañana siguiente, en las pálidas tinieblas del alba, fue encontrado un cadáver en la vía pública. ¿Debe decirse así? No, un cuerpo vivo aún, pero que la muerte había marcado ya con su real sello. Sobre aquel cuerpo, cuyo nombre se ignoraba, no se hallaron ni papeles ni dinero, y lo transportaron a un hospital. Allí murió Poe, la noche misma del domingo 7 de octubre de 1849, a la edad de treinta y siete años, vencido por el delirium tremens, ese terrible visitante que había ya atacado su cerebro una o dos veces. Así desapareció de este mundo uno de los más grandes héroes literarios, el hombre que había escrito en El gato negro estas palabras fatídicas: «¿Qué enfermedad es comparable al alcohol?»
Esa muerte es casi un suicidio, un suicidio preparado desde hacía largo tiempo. Cuando menos, provocó el escándalo. Fue grande el clamor, y la virtud dio salida a su canto enfático, libre y voluntariosamente. Las oraciones fúnebres más indulgentes tuvieron que dejar sitio a la inevitable moral burguesa, que se cuidó de no perder una ocasión tan admirable. Mr. Griswold difamó; Mr. Willis, sinceramente afligido, se comportó más que decorosamente. ¡Ay! El que había franqueado las alturas más arduas de la estética, sumiéndose en los abismos menos explorados del intelecto humano; el que, a través de una vida que se asemeja a una tempestad sin calma, había encontrado medios nuevos, procedimientos desconocidos para asombrar la imaginación, para seducir los espíritus sedientos de Belleza, acababa de morir en unas horas en un lecho del hospital. ¡Qué destino! ¡Y tanta grandeza y tanto infortunio para levantar un torbellino de fraseología burguesa, para convertirse en pasto y tema de los periodistas virtuosos!
Ut declamatio fiars!
Estos espectáculos no son nuevos; es raro que un sepulcro reciente e ilustre no sea un lugar de cita de escándalo. Por otra parte, la sociedad no ama a esos rabiosos desventurados, y ya sea porque perturbaban sus fiestas o ya sea porque los considere de buena fe como remordimientos, tiene ella, a no dudar, razón. ¿Quién no recuerda las declamaciones parisienses a raíz de la muerte de Balzac, que murió, empero, de manera correcta? Y en fecha más reciente aún —hace hoy, 26 de enero, un año justo—, cuando un escritor de una honradez admirable, de una elevada inteligencia, y siempre lúcido, fue discretamente, sin molestar a nadie —tan discretamente, que su discreción parecía desprecio—, a exhalar su alma en la calle más negra que pudo encontrar, ¡qué asqueantes homilías, qué asesinato refinado! Un periodista célebre, a quien Jesús no enseñara nunca maneras generosas, encontró la aventura lo bastante jovial para celebrarla con un burdo retruécano. Entre la nutrida enumeración de los derechos del hombre que la sabiduría del siglo XIX repite tan a menudo y con tanta complacencia, se han olvidado dos asaz importantes, que son: el derecho a contradecirse y el derecho a marcharse.
Pero la sociedad mira al que se va como a un insolente; castigaría de buena gana ciertos despojos fúnebres, como aquel infeliz soldado atacado de vampirismo a quien la vista de un cadáver exasperaba hasta el frenesí. Y con todo, puede decirse que, bajo la presión de determinadas circunstancias, después de un serio examen de ciertas incompatibilidades, con firmes creencias en ciertos dogmas y metempsicosis; puede decirse, sin énfasis y sin juego de palabras, que el suicidio es a veces el acto más razonable de la vida. Y así se forma una compañía de fantasmas, ya numerosa, que nos visita familiarmente, y en la que cada miembro viene a ensalzarnos su reposo actual y a confiarnos sus persuasiones.
Confesemos, no obstante, que el lúgubre fin del autor de Eureka suscitó algunas consoladoras excepciones, sin lo cual sería cosa de desesperarse y el mundo resultaría insufrible. Mr. Willis, como ya he dicho, habló con honradez, y hasta con emoción, de las buenas relaciones que había mantenido siempre con Poe. Los señores John Neal y George Graham llamaron al señor Griswold al orden. El señor Longfellow —y ello es tanto más meritorio cuanto que Poe le había maltratado cruelmente— supo alabar de una manera digna de un poeta su elevada potencia como poeta y como prosista. Un desconocido escribió que la América literaria había perdido su cabeza más poderosa.
Pero el corazón partido, el corazón desgarrado, el corazón traspasado por siete puñales, fue el de la señora Clemm. Edgar era a la vez su hijo y su hija. «¡Rudo destino —dice Willis, de quien tomo estos detalles casi textualmente—, rudo destino el que ella velaba y protegía! Porque Edgar A. Poe era un hombre embarazoso; aparte de que escribía con una fastidiosa dificultad y con un estilo demasiado por encima del nivel intelectual corriente para poderle pagar caro, estaba siempre atosigado por apuros monetarios, y con frecuencia él y su mujer enferma carecían de las cosas más precisas en la vida.» Un día, Willis vio entrar en su despacho a una mujer, vieja, dulce, seria. Era la señora Clemm. Buscaba trabajo para su querido Edgar. El biógrafo dice que se sintió hondamente emocionado no sólo por el elogio perfecto, por la exacta apreciación que hizo ella del talento de su hijo, sino también por todo su aspecto exterior, por su voz suave y triste, por sus maneras un poco anticuadas, pero bellas y nobles. «Y durante varios años —añade— hemos visto a esa infatigable servidora del genio, pobre y mal vestida, de diario en diario para vender unas veces un poema, otras un artículo, diciendo en ocasiones que estaba enfermo —única aplicación, única razón, invariable disculpa que ella daba cuando su hijo se hallaba atacado momentáneamente de una de esas esterilidades que conocen los escritores nerviosos—, sin permitir nunca que sus labios soltasen una palabra que pudiera ser interpretada como una duda, como una falta de confianza en el genio y en la voluntad de su bienamado.» Cuando su hija murió, ella se consagró al superviviente de la destrozada batalla con un ardor maternal acrecentado, vivió con él, le cuidó, le vigiló, defendiéndole contra la vida y contra él mismo. «En verdad —termina Willis con una elevada e imparcial razón—, si la abnegación de la mujer, nacida con un primer amor y mantenida por la pasión humana, glorifica y consagra su objeto, ¿qué no dice en favor del que le inspiró una abnegación como ésta, pura, desinteresada y santa como un centinela divino?» Los detractores de Poe hubieran debido, en efecto, darse cuenta de que hay seducciones tan poderosas, que no pueden ser sino virtudes.
Es de imaginar lo terrible que fue la noticia para la desdichada mujer. Escribió una carta a Willis, de la cual son estas líneas:
«He sabido esta mañana la muerte de mi bienamado Eddie… ¿Puede usted comunicarme algunos detalles, algunas circunstancias?… ¡Oh, no deje a su pobre amiga en esta amarga aflicción!… Dígale al señor X que venga a verme; tengo que participarle un encargo de mi pobre Eddie… No necesito rogarle que anuncie usted su muerte, y que hable bien de él. Sé que lo hará. Pero recalque usted bien el hijo afectuoso que era para mí, su pobre madre desolada…»
Esta mujer se me aparece grande y más que noble. Herida por un golpe irreparable, sólo piensa en la reputación del que lo era todo para ella, y no basta para contestarle con decir que era un genio; es preciso que sepan que era un hombre recto y afectuoso. Es evidente que esa madre —antorcha y hogar encendidos por un rayo del más alto cielo— ha sido dada como ejemplo a nuestras razas, muy poco preocupadas de la abnegación, del heroísmo y de todo cuanto es más que el deber. ¿No era justo inscribir a la cabeza de las obras del poeta el nombre de la que fue el sol moral de su vida? Aromará en su gloria el nombre de la mujer cuya ternura sabía curar sus llagas, y cuya imagen volará sin cesar por encima del martirologio de la literatura.
LA VIDA DE POE, sus costumbres, sus modales, su ser físico, todo lo que constituye el conjunto de su personalidad, se nos aparece como algo tenebroso y brillante a la vez. Su persona era singular, seductora, y, como sus obras, estaba marcada por un indefinible sello de melancolía. Por lo demás, él se hallaba notablemente dotado en todos los sentidos. De joven había demostrado una rara aptitud para todos los ejercicios físicos, y aun siendo pequeño de estatura, con pies y manos femeniles, mostrando todo su ser ese carácter de delicadeza femenina, era más que robusto y capaz de maravillosas pruebas de fuerza. En su juventud ganó una apuesta como nadador que supera la medida ordinaria de lo posible. Diríase que la Naturaleza da a aquellos de quienes quiere conseguir grandes cosas un temperamento enérgico, así como da una poderosa vitalidad a los árboles encargados de simbolizar el duelo y el dolor. Esos hombres, de apariencia a veces enfermiza, están forjados como atletas, son aptos para la orgía y para el trabajo, prontos a los excesos y capaces de asombrosas sobriedades.
Hay algunos puntos relativos a Edgar A. Poe sobre los cuales existe un acuerdo unánime, como, por ejemplo, su elevada distinción natural, su elocuencia y su belleza, de la que, según dicen, se sentía un tanto vanidoso.
Sus maneras, mezcla singular de altivez y de dulzura exquisita, estaban llenas de firmeza. Su fisonomía, sus andares, sus gestos, sus movimientos de cabeza, todo le señalaba, máxime en sus días buenos, como un ser elegido. Toda su persona respiraba una solemnidad penetrante. Estaba, en realidad, marcado por la Naturaleza, como esas figuras de viandantes que atraen la mirada del observador y preocupan su memoria. El propio pedante y agrio Griswold confiesa que, cuando fue a visitar a Poe y le encontró pálido y enfermo aún por la muerte y la enfermedad de su mujer, se sintió conmovido en alto grado no sólo por la perfección de sus modales, sino también por su fisonomía aristocrática, por la atmósfera perfumada de su habitación, muy modestamente amueblada. Griswold ignora que el poeta posee más que todos los otros hombres ese maravilloso privilegio, atribuido a la mujer parisiense y a la española, de saber adornarse con nada, y que Poe, enamorado de lo Bello en todas las cosas, hubiese encontrado el arte de transformar una choza en un palacio de nueva clase. ¿No ha escrito, con el talento más original y curioso, proyectos de mobiliarios, planos de casas de campo, de jardines y de reformas de paisajes?
Existe una carta encantadora de la señora Frances Osgood, que fue una de las amigas de Poe, y que nos da sobre sus costumbres, sobre su persona y sobre su vida doméstica los más curiosos detalles. Esta dama, que era también un escritora distinguida, niega valientemente todos los vicios y todas las faltas achacados al poeta.
«Con los hombres —dice a Griswold—, quizá fuese como usted le describe, y como hombre puede usted tener razón. Pero yo afirmo el hecho de que con las mujeres era muy distinto, y de que nunca ha habido mujer alguna que haya conocido a Mr. Poe que no haya experimentado hacia él un profundo interés. Siempre se me apareció como un modelo de elegancia, de distinción y de generosidad…
«La primera vez que nos vimos fue en Astor House. Willis me había dado en casa El cuervo, sobre el cual el autor, me dijo, deseaba conocer mi opinión. La música misteriosa y sobrenatural de ese poema extraño me penetró tan íntimamente, que, cuando supe que Poe deseaba serme presentado, experimenté un sentimiento singular que se asemejaba al espanto. Apareció él con su bella y orgullosa cabeza, sus ojos sombríos que lanzaban una luz elegida, una luz de sentimiento y de pensamiento; con sus maneras que eran una mezcla intraducible de altivez y de suavidad. Me saludó, tranquilo, serio, casi frío; pero bajo aquella frialdad vibraba una simpatía tan marcada, que no pude por menos de sentirme impresionada a fondo. A partir de aquel momento, hasta su muerte, fuimos amigos…, y sé que en sus últimas palabras tuve mi parte de recuerdo, y que él me dio, antes que su razón fuese derrocada de su trono de soberana, una prueba suprema de su fiel amistad.
«Era, sobre todo en su interior, a la vez sencillo y poético, donde el carácter de Edgar A. Poe se mostraba para mí bajo su mejor aspecto. Bromista, afectuoso, ingenioso; tan pronto dócil como indómito, lo mismo que un niño mimado, tenía siempre para su joven, dulce y adorada mujer, y para todos los que acudían, aun en medio de sus más fatigosas labores literarias, una palabra amable, una sonrisa benévola, atenciones graciosas y corteses. Se pasaba horas interminables ante su mesa, bajo el retrato de su Leonora, la amada y la muerta, siempre asiduo, siempre resignado y fijando con su admirable letra las brillantes fantasías que cruzaban su asombroso cerebro, sin cesar en alerta. Recuerdo haberle visto una mañana más alegre y jovial que de costumbre. Virginia, su dulce mujer, me había rogado que fuese a verlos, y me era imposible resistir sus ruegos… Le encontré trabajando en la serie de artículos que ha publicado bajo el título The Literature of New York. "Vea usted —me dijo, desplegando con una risa triunfal varios pequeños rollos de papel (escribía sobre tiras estrechas, sin duda para adaptar su copia a la justificación de los diarios)—; voy a mostrarle por la diferencia de tamaños los diversos grados de estimación que tengo por cada miembro de su especie literaria. En cada uno de estos papeles, uno de ustedes es vapuleado y discutido particularmente. ¡Ven aquí, Virginia, y ayúdame!" Y los desplegaron todos, uno por uno. Al final había uno que parecía interminable. Virginia, riendo, retrocedía hasta un extremo de la habitación, cogiéndolo por una punta, y su marido hacia otro rincón, con la otra punta. "¿Y quién es el afortunado —dije— que ha juzgado usted digno de esa inconmensurable ternura?" "¿Ustedes la oyen? ¡Como si su vanidoso corazoncito no le hubiese ya dicho que es ella!"
«Cuando me vi obligada a viajar por motivos de salud, sostuve una correspondencia regular con Poe, obedeciendo en esto a las vivas instancias de su mujer, quien creía que podía yo tener sobre él una influencia y un ascendiente saludables… En cuanto al amor y a la confianza que existían entre su mujer y él, y que eran para mí un espectáculo delicioso, no podría hablar de ellos con la convicción y el calor suficientes. No menciono algunos pequeños episodios poéticos a los cuales le impulsó su temperamento novelesco. Creo que era la única mujer a quien él amó de verdad…»
En las novelas cortas de Poe no hay nunca amor. Al menos, Ligeia, Eleonora, no son, hablando con propiedad, historias de amor, ya que la idea principal sobre la que gira la obra es otra por completo. Acaso él creía que la prosa no es lengua a la altura de ese singular y casi intraducible sentimiento; porque sus poesías, en cambio, están fuertemente saturadas de él. La divina pasión aparece en ellas, magnífica, estrellada, velada siempre por una irremediable melancolía. En sus artículos habla a veces del amor como de una cosa cuyo nombre hace temblar la pluma. En The Domain of Arnhaim afirmará que las cuatro condiciones elementales de la felicidad son: la vida al aire libre, el amor de una mujer, el desapego de toda ambición y la creación de una nueva Belleza. Lo que corrobora la idea de la señora Frances Osgood referente al aspecto caballeresco de Poe por las mujeres es que, pese a su prodigioso talento para lo grotesco y lo horrible, no haya en toda su obra un solo pasaje que se refiera a la lujuria, ni siquiera a los goces sensuales. Sus retratos de mujeres están, por decirlo así, aureolados; brillan en el seno de un vapor sobrenatural y están pintados con la manera enfática de un adorador. En cuanto a los pequeños episodios novelescos, ¿puede a uno extrañarle que un ser tan nervioso, cuya sed por lo Bello era quizá su rasgo principal, haya cultivado a veces, con un ardor apasionado, la galantería, esa flor volcánica, almizclada, para quien el cerebro vehemente de los poetas es un terreno predilecto?
De su singular belleza personal, a la que se refieren varios biógrafos, el espíritu puede, creo yo, hacerse una idea aproximada recurriendo a todas las nociones vagas, características, contenidas en la palabra romántica, palabra que sirve generalmente para representar los géneros de belleza que consisten sobre todo en la expresión. Poe tenía una frente amplia, dominadora, en la que ciertas protuberancias revelaban las facultades desbordantes que están encargadas de representar —construcción, comparación, causalidad— y donde predominaban en un orgullo tranquilo el sentido de la idealidad, el sentido estético por excelencia. Sin embargo, pese a esos dones, o aun a causa de esos privilegios exorbitantes, aquella cabeza, vista de perfil, no presentaba tal vez un aspecto agradable. Como en todas las cosas excesivas por un sentido, un déficit podía originarse de la abundancia, una pobreza de la usurpación. Tenía unos ojos grandes, sombríos y luminosos a la vez, de un color incierto y tenebroso, tendiendo al violeta; la nariz, noble y sólida; la boca, fina y triste, aunque levemente sonriente; el cutis, moreno claro; el rostro, de ordinario, pálido; la fisonomía, un poco distraída e imperceptiblemente velada por una melancolía habitual.
Su conversación era de las más notables y con un fondo sustancioso. No era eso que se llama un charlista presuntuoso —cosa horrible—, y, además, su palabra, como su pluma, tenía horror a lo convencional; pero una amplia cultura, un rico vocabulario, profundos estudios, impresiones recogidas en varios países, hacían de su palabra una enseñanza. Su elocuencia, esencialmente poética, llena de método y moviéndose, empero, fuera de todo método conocido, arsenal de imágenes sacadas de un mundo poco frecuentado por la mayoría de los espíritus; un arte prodigioso para deducir de una proposición evidente y en absoluto aceptable nociones secretas y nuevas, para abrir sorprendentes perspectivas; en una palabra, el don de extasiar, de hacer pensar, de hacer soñar, de arrancar las almas del fango de la rutina: tales cosas eran sus deslumbradoras facultades, de las que muchas personas han conservado recuerdo. Pero sucedía a veces —eso cuentan, al menos— que el poeta, complaciéndose en un capricho destructor, arrastraba de nuevo con brusquedad a sus amigos a la tierra por obra de un cinismo desconsolador y derrocaba, brutal, su obra, henchida de espiritualidad. Hay, por lo demás, que señalar una cosa: que era muy poco exigente en la elección de sus oyentes, y creo que el lector encontrará sin dificultad en la Historia otras inteligencias grandes y originales para quienes toda compañía era buena. Ciertos espíritus, solitarios en medio de la multitud, y que se nutren en el monólogo, prescinden de la delicadeza en materia de público. Es, en suma, una especie de fraternidad basada en el desprecio.
De esa embriaguez —celebrada y reprochada con una insistencia que podría hacer creer que todos los escritores de los Estados Unidos, excepto Poe, son ángeles de sobriedad— hay que hablar, no obstante. Existen varias versiones plausibles, y ninguna excluye las otras. Ante todo, estoy obligado a hacer observar que Willis y la señora Osgood afirman que una cantidad muy pequeña de vino o de licor bastaba para perturbar por completo su organismo. Es, por cierto, fácil de suponer que un hombre tan verdaderamente solitario, tan profundamente desdichado, y que pudo considerar con frecuencia todo el sistema social como una paradoja y una impostura; un hombre que, acosado por un destino inexorable, repetía a menudo que la sociedad no implica más que un tropel de miserables (Griswold refiere esto tan escandalizado como un hombre que puede pensar lo mismo, pero que no lo dirá nunca); es natural, digo, suponer que ese poeta, muy infantil en los azares de la vida libre, con el cerebro cercado por un trabajo áspero y continuo, haya buscado algunas veces una voluptuosidad de olvido en las botellas. Rencores literarios, vértigos del infinito, dolores hogareños, insultos de la miseria.
Poe huía de todo ello en la negrura, como de una tumba preparatoria, de la borrachera. Pero, por buena que parezca semejante explicación, no la encuentro lo bastante amplia, y desconfío de ella a causa de su deplorable simplicidad.
He sabido que él no bebía como un ansioso, sino como un bárbaro, con una actividad y una economía de tiempo totalmente americanas, como si realizase una función homicida, como si tuviese algo en él que matar, a worm that would not die. Se cuenta, además, que un día, en el momento de volver a casarse (habían corrido las amonestaciones, y cuando le felicitaban por aquel enlace que le aportaba las más elevadas condiciones de felicidad y de bienestar, habría él dicho: «Es posible que hayan corrido las amonestaciones; pero fíjense bien en esto: ¡no me casaré!»), fue con una borrachera atroz a escandalizar en la vecindad de la que debía ser su mujer, recurriendo así a su vicio para librarse de un perjurio hacia la pobre muerta, cuya imagen vivía siempre en él y a quien había cantado a maravilla en su Annabel Lee. Considero, pues, en un gran número de casos el hecho infinitamente precioso de premeditación como es sabido y comprobado.
Leo, por otra parte, en un largo artículo de Southern Literary Messenger —esa misma revista cuya fortuna había él iniciado— que jamás la pureza y la perfección de su estilo, jamás la claridad de su pensamiento y su ardor en el trabajo fueron alterados por esa terrible costumbre; que la confección de la mayoría de sus excelentes trozos precedió o siguió a alguna de sus crisis; que después de la publicación de Eureka se entregó lamentablemente a su inclinación, y que en Nueva York, la mañana misma en que aparecía El cuervo, cuando el nombre del poeta estaba en todas las bocas, él cruzaba Broadway tambaleándose de un modo bochornoso. Observen ustedes que las palabras precedido o seguido implican que la embriaguez podía servir de excitante lo mismo que de descanso.
Ahora bien: es indudable que —parecidas a esas impresiones fugaces y chocantes, tanto más chocantes en sus reapariciones cuanto más fugaces son, que siguen a veces a un síntoma exterior, especie de advertencia como el sonido de una campana, una nota musical o un perfume olvidado, las cuales son también seguidas de un suceso análogo a otro suceso ya conocido y que ocupaba el mismo lugar en una cadena anteriormente revelada; semejantes a esos singulares sueños periódicos que se repiten cuando dormimos— existen en la borrachera no sólo encadenamientos de sueños, sino una serie de razonamientos que necesitan, para reproducirse, del medio que les ha dado origen. Si el lector me ha atendido sin repugnancia habrá adivinado ya mi conclusión: creo que en muchos casos —no en todos, ciertamente— la embriaguez de Poe era un medio mnemotécnico, un método de trabajo, método enérgico y mortal, pero apropiado a su naturaleza apasionada. El poeta había aprendido a beber, como un escritor escrupuloso se ejercita llenando cuadernos de notas. No podía resistir el deseo de hallar de nuevo las visiones maravillosas o aterradoras, las concepciones sutiles que había encontrado en una tempestad precedente: eran viejas amistades que le atraían, imperativas, y para reanudar su relación con ellas tomaba el camino más peligroso, pero el más directo. Una parte de lo que hoy produce nuestro goce es lo que le mató.

DE LAS OBRAS de ese singular genio poco tengo que decir; el público mostrará lo que de ellas piensa. Me sería difícil quizá, pero no imposible, esclarecer su método, explicar su procedimiento, sobre todo en la parte de sus obras cuyo principal efecto reside en un análisis bien manejado. Podría yo introducir al lector en los misterios de su fabricación, extenderme largamente sobre esa porción de genio americano que le hace regocijarse de una dificultad vencida, de un enigma explicado, de un tour de force realizado; que le impulsa a divertirse con una voluptuosidad infantil y casi perversa en el mundo de las probabilidades y de las conjeturas, y a crear mentiras a las cuales su arte sutil presta una vida verdadera. Nadie negará que Poe es un prestidigitador maravilloso, y sé que otorgaba sobre todo su estimación a otra parte de sus obras. Tengo que hacer algunas observaciones más importantes, muy breves, en suma.
No es por sus milagros materiales, que le han dado, empero, su fama, por lo que él conquistará la admiración de las gentes que piensan, sino por su amor a lo Bello, por su conocimiento de las condiciones armónicas de la belleza, por su poesía profunda y gimiente, siquiera trabajada, transparente y correcta como una joya de cristal; por su admirable estilo, puro y singular —apretado como las mallas de una cota—, complaciente y minucioso —y cuya más ligera intención sirve para llevar suavemente al lector hacia un fin deseado—, y, en fin, sobre todo, por ese genio especialísimo, por ese temperamento único que le ha permitido pintar y explicar de una manera impecable, sorprendente, terrible, la excepción en el orden moral. Diderot, para escoger un ejemplo entre cientos, es un autor sanguíneo. Poe es el escritor de los nervios, e incluso de algo más, y el mejor que yo conozco.
En él, toda entrada en materia es atrayente sin violencia, como un torbellino. Su solemnidad sorprende y mantiene el espíritu alerta. Percibe uno en seguida que se trata de algo serio. Y lentamente, poco a poco, se desenvuelve una historia cuyo interés todo se basa sobre una imperceptible desviación del intelecto, sobre una hipótesis audaz, sobre una dosificación imprudente de la Naturaleza en la amalgama de las facultades. El lector, apresado por el vértigo, se ve obligado a seguir al autor en sus atractivas deducciones.
Ningún hombre, lo repito, ha contado con mayor magia las excepciones de la vida humana y de la Naturaleza, los ardores de curiosidad de la convalecencia, los finales de estación cargados de esplendores enervantes, los tiempos cálidos, húmedos y brumosos, en que el viento del Sur ablanda y afloja los nervios como las cuerdas de un instrumento, en que los ojos se llenan de lágrimas que no provienen del corazón; la alucinación dejando lo primero sitio a la duda, y muy pronto convencida y razonadora como un libro; lo absurdo instalándose en la inteligencia y rigiéndola como una lógica espantosa, la histeria usurpando el sitio de la voluntad, la contradicción asentada entre los nervios y el espíritu, y el hombre desacorde hasta el punto de expresar el dolor con la risa. Él analiza lo que hay de más fugaz, sopesa lo imponderable y describe en una forma minuciosa y científica, cuyos efectos son terribles, toda esa parte imaginaria que flota en torno al hombre nervioso y le hace acabar mal.
El ardor mismo con que se arroja a lo grotesco por amor a lo grotesco, a lo horrible por amor a lo horrible, me sirve para comprobar la sinceridad de su obra y la unión del hombre con el poeta. He observado ya que en varios hombres ese ardor era con frecuencia el resultado de una amplia energía vital inocupada, a veces de una obstinada castidad y también de una profunda sensibilidad contenida. La voluptuosidad sobrenatural que el hombre puede experimentar viendo correr su propia sangre; los movimientos repentinos, violentos, inútiles; los fuertes gritos lanzados al aire, sin que el espíritu mande a la garganta, son fenómenos a situar en el mismo orden.
En el seno de esta literatura en que el aire está enrarecido, el espíritu puede experimentar esa gran angustia, ese miedo pronto a las lágrimas y ese malestar del corazón que residen en los lugares inmensos y singulares. Pero la admiración es más fuerte, ¡y, además, el arte es tan grande! Los fondos y los accesorios son en ella apropiados al sentimiento de los personajes. Soledad de la Naturaleza o agitación de las ciudades, todo está descrito en ella nerviosa y fantásticamente. Como a nuestro Eugene Delacroix, que ha elevado su arte a la altura de la poesía grande, a Edgar A. Poe le complace agitar sus figuras sobre fondos violáceos y verdosos en que se revelan la fosforescencia de la podredumbre y el olor de la tormenta. La naturaleza que llaman inanimada participa de la naturaleza de los seres vivos, y, como ellos, se estremece con un temblor sobrenatural y galvánico. El espacio se ahonda por el opio; el opio da en él un sentido mágico a todos los tonos, y hace vibrar todos los ruidos con una sonoridad más significativa. A veces, lejanías magníficas, henchidas de luz y de color, se abren de repente en sus paisajes, y se ve aparecer en el fondo de sus horizontes ciudades orientales y arquitecturas vaporizadas por la distancia, donde el sol lanza lluvias de oro.
Los personajes de Poe, o más bien el personaje de Poe —el hombre de facultades sobreagudizadas, el hombre de nervios relajados, el hombre cuya voluntad ardorosa y paciente lanza un reto a las dificultades, aquel cuya mirada se clava con la rigidez de una espada sobre objetos que se agrandan a medida que él los mira— es Poe mismo. Y sus mujeres, todas dolientes y luminosas, muriendo de males extraños y hablando con una voz que parece música, son él también, o, cuando menos, por sus raras aspiraciones, por su saber, por su melancolía incurable, participan mucho de la naturaleza de su creador. En cuanto a su mujer ideal, a su Titánida, se revela bajo diferentes retratos, esparcidos en sus poesías demasiado escasas, retratos, o, mejor, modos de sentir la belleza, que el temperamento del autor aproxima y confunde en una unidad vaga, pero sensible, en la que vive más delicadamente acaso que en otra parte ese amor insaciable de lo Bello, que es su gran título; es decir, el resumen de los títulos que él posee al efecto y al respeto de los poetas.
Si tengo nueva ocasión, como espero, de hablar de este lírico, haré el análisis de sus opiniones filosóficas y literarias, así como, en general, de las obras cuya traducción completa tendría pocas probabilidades de éxito entre un público que prefiere con mucho la diversión y la emoción a la más importante verdad filosófica.

Charles Baudelaire.

Poe, El jugador de ajedrez de Maelzel



Maezel’s chess-player, 1836


Tal vez ninguna exhibición de esta clase haya llamado tanto la atención general como el Jugador de Ajedrez de Maelzel. En cualquier parte donde haya sido visto ha sido objeto de gran curiosidad para todas las personas que piensan. Sin embargo, la cuestión de su modus operandi está aún sin aclarar. No se ha escrito nada sobre este tema que pueda considerarse como decisivo; y, de hecho, encontramos en todas partes hombres dotados del genio mecánico, de una gran sutilidad general y de inteligencia discriminativa, que no tiene escrúpulos en afirmar que el autómata es une pure machine cuyos movimientos no tienen relación alguna con la actividad humana, y que, por consiguiente, es incomparablemente el más asombroso de los inventos de la humanidad. Y esto sería indudable si tuvieran razón en lo que suponen. Aceptando esta hipótesis, sería muy absurdo comparar el Jugador de Ajedrez con otra cosa cualquiera semejante, moderna o antigua. Sin embargo, han existido muchos y magníficos autómatas. En las Cartas sobre la magia natural, de Brewster, encontramos una relación de los más importantes. Entre ellos se puede mencionar, como habiendo existido sin ninguna duda, en primer lugar, la carroza inventada por M. Camus para diversión de Luis XIV, cuando éste era niño. Se llevaba una mesa cuadrada de unas seis pulgadas a su habitación y se preparaba para la exhibición. Sobre esta mesa se colocaba un carruaje de seis pulgadas de largo, de madera, tirado por dos caballos hechos del mismo material. Una de las ventanas estaba bajada, y así se veía una dama en el asiento posterior. Un cochero empuñaba las riendas en el pescante, y un lacayo y un paje ocupaban sus puestos. Monsieur Camus tocaba entonces un resorte; inmediatamente el cochero agitaba su látigo y los caballos avanzaban de una manera natural a lo largo del borde de la mesa, arrastrando tras de sí el carruaje. Cuando habían recorrido todo el camino posible en aquella dirección, describían un brusco giro hacia la izquierda y el vehículo seguía su viaje en ángulo recto, a lo largo del borde de la mesa. La carroza seguía así hasta llegar frente al sillón del joven príncipe. Entonces se detenía, el paje descendía y abría la puerta, la dama bajaba y hacía una petición a su soberano. Luego volvía a subir. El paje levantaba el estribo, cerraba la puerta y ocupaba su lugar. El cochero hacía moverse a sus caballos y la carroza volvía hacia su primera posición.
Merece también una información el mago de monsieur Maillardet. Transcribimos la siguiente nota de las Cartas antes mencionadas del doctor B. B., quien ha sacado principalmente su información de la Edimburgh Encyclopaedia:
"Una de las piezas mecánicas más populares que hayamos visto es el Mago construido por monsieur Maillardet, especializado en responder a ciertas preguntas. Una figura, con vestimenta de mago, aparece sentada junto a un muro, con una varita en una mano y un libro en la otra. Cierto número de preguntas, previamente preparadas, se hallan inscritas en unos medallones ovalados, y una vez que el espectador separa las elegidas para las que solicita una respuesta, después de haberlas guardado en un cajón destinado a este fin, se cierra el cajón mediante un resorte hasta que aparece la respuesta. El mago se levanta entonces de su asiento y hace una inclinación, con su varilla describe unos círculos, y consultando su libro como si estuviera preocupado por profundos pensamientos, levanta la varilla a la altura de su rostro. Fingiendo que reflexiona así sobre la pregunta propuesta, levanta la varilla y golpea con ella el muro sobre su cabeza; entonces se abren las dos hojas de una puerta y muestran una respuesta apropiada a la pregunta. La puerta se cierra de nuevo, el mago vuelve a su posición primera y el cajón se abre para devolver el medallón. Hay veinte medallones; todos contienen diferentes preguntas, a las que el mago da respuestas asombrosamente oportunas. Los medallones están hechos con placas de bronce de forma elíptica, y todos se parecen mucho. Algunos medallones llevan una pregunta inscrita en ambas caras y las respuestas que entonces da el mago son dos. Si el cajón se cierra sin contener ningún medallón, el mago se levanta, consulta su libro, menea la cabeza y se vuelve a sentar; la puerta permanece cerrada y el cajón aparece vacío. Si se colocan dos medallones juntos en el cajón, sólo hay una respuesta para el que está debajo. Cuando la máquina está preparada, el movimiento continúa durante una hora, más o menos, y el autómata puede responder a unas cincuenta personas. El inventor afirmaba que los medios por los que actuaban los diferentes medallones sobre la máquina para dar respuestas apropiadas a las preguntas eran muy sencillos.
El Pato de Vaucanson aún era más notable. Su volumen era natural, e imitaba tan perfectamente a los animales vivos que los espectadores creían que lo estaba. Dice Brewster que ejecutaba todos los movimientos naturales y gestos; comía y bebía ávidamente, realizaba todos los movimientos de cabeza y garganta peculiares del pato, y, a semejanza de éste, enturbiaba el agua que bebía con el pico. Lanzaba también el graznido del animal con la misma naturalidad. En su estructura anatómica, el artista había realizado la más alta perfección. Cada hueso del pato real tenía su equivalente en el autómata, y hasta las alas eran anatómicamente exactas. Cada cavidad, apófisis y curvatura estaban imitadas, y cada hueso actuaba con movimientos propios. Cuando ponían trigo ante él, el animal alargaba el cuello para picotearlo, lo tragaba y lo digería[1].
Si esas máquinas son tan ingeniosas, ¿qué podemos pensar de la máquina calculadora de míster Babbage? ¿Qué podemos pensar de un ingenio de madera y metal que, aparte de poder calcular las tablas astronómicas y de navegación, puede certificar la verdad matemática de sus operaciones y corregir sus posibles errores? ¿Qué podemos pensar de una máquina que no sólo puede realizar todo esto, sino que también imprime sus resultados, elaborados nada más que han sido obtenidos, y sin la menor intervención de la inteligencia de hombre? Tal vez se pueda decir que una máquina como la que hemos descrito sea mucho mejor que el Jugador de Ajedrez de Maelzel. Ni mucho menos; es completamente inferior, siempre que admitamos que el Jugador de Ajedrez es una pura máquina y que realiza sus operaciones sin ninguna intervención inmediata del hombre (cosa que sólo podría ser admitida por un instante). Los cálculos aritméticos y algebraicos, por su naturaleza, son fijos y determinados. Aceptados ciertos datos, se siguen ciertos resultados, necesaria e inevitablemente. Estos resultados son independientes, y no son influidos por nada excepto por sus datos originarios. Y la cuestión que hay que resolver procede o deberá proceder, hasta su última determinación, por una sucesión de pasos infalibles que no pueden cambiar ni ser objeto de modificación. Admitido esto, podemos fácilmente concebir la posibilidad de construir una pieza de mecanismo que tomando su punto de partida en los datos de la cuestión que hay que resolver, continuará sus movimientos regulares, progresiva e inevitablemente, hacia la solución requerida, ya que esos movimientos, por complejos que sean, no han podido nunca ser concebidos más finitos y determinados. Pero no es ése el caso, ni mucho menos, del Jugador de Ajedrez. En él no hay una progresión determinada. Ninguna jugada en ajedrez es un resultado necesario de otra anterior. De ninguna disposición particular de las fichas en un determinado momento del juego podemos deducir la disposición en otro momento futuro. Pongamos el primer movimiento, en el juego de ajedrez, en justa posición con los datos de una cuestión algebraica, y percibiremos inmediatamente su enorme diferencia. En los datos, el segundo paso de la cuestión depende, absoluta e inevitablemente, del último. Es creado por los datos. Es necesario que sea el que es y no otro. Pero en una partida de ajedrez, del primer movimiento no se sigue necesariamente el segundo. En la cuestión algebraica, mientras avanza a su solución, la certeza de sus operaciones sigue siendo inalterable. Si el segundo paso ha sido una consecuencia de los datos, el tercero también es una consecuencia del segundo, el cuarto del tercero, y así hasta la solución, sin ninguna alteración posible. Pero en el juego del ajedrez, la certeza de la jugada siguiente está proporcionada al progreso de la partida. Se han hecho algunos movimientos, pero ningún paso es cierto. Diferentes espectadores podrán aconsejar diversos movimientos. Todo depende, por lo tanto, del juego variable de los jugadores. Ahora bien, aun concediendo (lo que no se puede conceder) que los movimientos del jugador autómata de ajedrez están determinados en sí mismos, se verían necesariamente interrumpidos y cambiados por la voluntad indeterminada de su adversario. Así, pues, no hay ninguna analogía entre las operaciones del Jugador de Ajedrez y las de la máquina calculadora de míster Babbage, y si queremos llamar al primero una pura máquina, estaremos obligados a admitir que, sin comparación posible, es el más maravilloso de todos los inventos humanos. Sin embargo, su primer creador, el barón Kempelen, no tuvo escrúpulo en declarar que no era más que "una mera pieza mecánica, una bagatela cuyos efectos sólo parecían maravillosos por la audacia de su confección y la afortunada elección de los métodos adoptados para hacer posible la ilusión". Pero es innecesario insistir sobre este punto. Es completamente cierto que las operaciones del autómata están reguladas por la mente y no por otra cosa. Incluso se puede afirmar que este asunto es susceptible de una demostración matemática a priori. La única cuestión, pues, que hay que resolver es el modo de producirse la intervención humana. Antes de entrar en el estudio de este tema será necesario dedicar un breve espacio a la historia y descripción del Jugador de Ajedrez, para información de los lectores que no hayan tenido nunca oportunidad de presenciar una exhibición de Mr. Maelzel.
El Jugador autómata de Ajedrez fue inventado en 1769 por el barón Kempelen, un noble de Presburgo, en Hungría, que posteriormente lo cedió, junto con el secreto de sus operaciones, a su actual propietario. Poco tiempo después de su terminación fue exhibido en Presburgo, en París, en Viena y en otras ciudades del continente. En 1773 y en 1774 fue llevado a Londres por Mr. Maelzel. Durante los últimos años ha visitado las principales ciudades de EE. UU. En todas partes donde lo han visto ha excitado la más intensa curiosidad ante su operación, y han sido muchas las tentativas realizadas por hombres de muchas clases para desentrañar el misterio de sus movimientos.
El grabado de esta página da una ligera idea de la figura que los ciudadanos de Richmond han podido ver hace unas semanas. Sin embargo, el brazo derecho debería estar un poco más extendido hacia adelante sobre la caja; también tendría que verse un tablero y, en fin, el cojín no debería verse tanto como la mano que sostiene la pipa. Se han hecho algunas alteraciones de poca importancia en el traje del jugador desde que está en manos de Mr. Maelzel: así, por ejemplo, al principio no llevaba pluma.
A la hora designada para la exhibición, se corre una cortina o se abre una puerta de dos hojas, y la máquina rueda a unos doce pies de los espectadores más próximos, entre los cuales y aquélla (la máquina) se tiende una cuerda. Se ve una figura vestida a estilo turco y sentada, con las piernas cruzadas, ante una gran caja que parece ser de madera de arce y que le sirve de mesa. El exhibidor, si se lo piden, rueda la máquina a cualquier rincón del salón, o también la cambia varias veces de sitio mientras se desarrolla el juego. El fondo de la caja está a una considerable altura del suelo, gracias a ruedecitas o cilindros de cobre sobre los que se mueve, y así los espectadores pueden ver toda la parte de espacio que hay debajo del autómata. La silla en que está sentada la figura se halla fijada permanentemente a la caja. Sobre el remate de esta última hay un tablero también fijo permanentemente. El brazo derecho del jugador está extendido en toda su longitud hacia adelante y forma un ángulo recto con su cuerpo, apoyándose con una indolencia aparente en el borde del tablero. La palma de la mano está vuelta hacia arriba. El tablero es un cuadrado que tiene dieciocho pulgadas de lado. El brazo izquierdo de la figura está doblado por el codo y sostiene con la mano una pipa. Un cortinaje verde esconde la espalda del turco y tapa parcialmente la parte anterior de los hombros. La caja, a juzgar por su aspecto exterior, está dividida en cinco compartimientos: tres armarios de iguales dimensiones y dos cajones situados debajo de los armarios. Las observaciones precedentes hacen referencia al aspecto del autómata a primera vista introducido en presencia de los espectadores.
Maelzel anuncia entonces a los reunidos que va a mostrarles el mecanismo de la máquina. Sacando un manojo de llaves, con una de ellas abre la puerta marcada con el número uno en el grabado de la página anterior y presenta el armario abierto de par en par al examen de los presentes. Aparentemente está lleno de ruedas, piñones, palancas y otros mecanismos amontonados unos contra otros, de tal modo que el ojo no puede penetrar más que una pequeña distancia en esa máquina. Dejando abierta esa puerta completamente, Maelzel pasa entonces por detrás de la caja, y levantando la tela que cubre los hombros de la figura, abre otra puerta situada precisamente detrás de ella. Teniendo una luz encendida ante esta puerta, y cambiando al mismo tiempo varias veces la máquina de sitio, hace penetrar así una viva luz dentro del armario, que aparece entonces repleto hasta los bordes de mecanismos. Satisfechos los espectadores, Maelzel cierra la puerta posterior, saca la llave de la cerradura, deja caer la tela de la figura y se coloca otra vez delante. La puerta marcada con el número uno ha quedado abierta, según se recordará. El exhibidor se dispone ahora a abrir el cajón colocado bajo los armarios, en la base de la caja —pues aunque aparentemente sean dos los cajones, realmente sólo es uno, ya que los dos tiradores y cerraduras sólo están de adorno—. Una vez abierto completamente este cajón se ve un pequeño cojín con una colección entera de piezas de ajedrez fijas en un bastidor, de tal manera que se sostienen perpendicularmente. Dejando abierto este cajón, lo mismo que el armario uno, Maelzel abre ahora la puerta número dos y la número tres, que ahora se ve que no son más que las hojas de una misma puerta que se abre sobre un mismo compartimiento. A la derecha de este compartimiento, sin embargo (quiero decir a la derecha del espectador), hay una pequeña división de un ancho de seis pulgadas y que está llena de mecanismos. El compartimiento principal (al referirnos a esta parte visible de la caja después de la abertura de las puertas dos y tres, la llamaremos siempre compartimiento principal). Está revestido por una tela oscura, y no contiene más mecanismos que dos piezas de acero, en forma de cuarto de círculo, y colocadas en cada uno de los ángulos superiores de la parte trasera del compartimiento. Una pequeña protuberancia de unas ocho pulgadas en cuadro, también cubierta de tela oscura, se levanta de la parte más baja del compartimiento cerca del ángulo más alejado de los espectadores a mano izquierda. Dejando abiertas las puertas número dos y número tres, así como el cajón y la puerta número uno, el exhibidor se dirige hacia la parte trasera del compartimiento principal, y abriendo allí otra puerta ilumina completamente el interior del compartimiento principal, introduciendo en el agujero una luz. Una vez mostrado así todo el conjunto de la caja al examen de los reunidos, Maelzel, dejando abiertas siempre las puertas y el cajón, vuelve completamente al autómata y muestra la espalda del turco levantando la tela. Una puerta cuadrada de unas diez pulgadas se aloja en los ríñones de la figura, y hay otra más pequeña en el muslo izquierdo. A través de estas aberturas aparece el interior del turco lleno de mecanismos. En general, todos los espectadores quedan completamente satisfechos de haber visto y examinado a conciencia y simultáneamente cada una de las partes internas del autómata, y la idea de que una persona pudiera estar escondida en el interior, es rechazada inmediatamente como absurda, si ha cruzado por la mente de los espectadores.
Míster Maelzel, después de haber colocado la máquina en su primera posición, informa a los reunidos que el autómata está dispuesto a jugar una partida con cualquiera de los presentes, que quiera enfrentársele. Aceptada la invitación, colocan una mesita para el contrincante muy cerca de la cuerda y en uno de sus extremos, para no privar a ningún espectador de la visión del autómata. De un cajón de la mesa sacan las piezas de ajedrez, y Maelzel, aunque no siempre, las coloca sobre el tablero, que consiste únicamente en el número corriente de escaques pintados sobre la mesa. Habiéndose sentado el adversario, el exhibidor se aproxima al cajón de la mesa, saca el cojín, que pone como apoyo debajo del brazo izquierdo del autómata tras de haberle quitado la pipa. Coge después de este mismo cajón las piezas del autómata y las coloca en el tablero que hay ante la figura. A continuación cierra las puertas y deja el manojo de llaves en la puerta número uno. Cierra el cajón y da cuerda a la máquina metiendo una llave en un agujero de su extremo izquierdo (izquierda del espectador). Empieza la partida, saliendo en primer lugar el autómata. La duración generalmente es de una media hora; pero si no ha terminado al fin de este período, y el contrincante pretende derrotar al autómata, míster Maelzel no pone ninguna objeción a que continúe la partida. El no cansar a los presentes es el objetivo ostensible, y sin duda alguna cierto, de la limitación. Se supone, naturalmente, que a cada movimiento hecho por el adversario en su propia mesa es ejecutado sobre la caja del autómata por el mismo Maelzel, que entonces actúa como representante del adversario. Por otra parte, cuando mueve el turco, realiza Maelzel el movimiento correspondiente en el tablero del antagonista, actuando entonces como representante del autómata. De este modo es imprescindible que el exhibidor pase con frecuencia de una mesa a otra. A menudo también tiene que acudir a la mesa de la figura para recoger las piezas que ha quitado, y que deposita sucesivamente en la caja de la izquierda del tablero (a su propia izquierda). Cuando el autómata duda en relación a un movimiento, se ve al exhibidor acercarse ocasionalmente a la caja y ponerse a su derecha colocando su mano, como sin darle importancia, sobre la caja. También tiene una forma especial de arrastrar los pies en el suelo, calculada para inducir a los espíritus que son más agudos que sagaces, la sospecha de una relación con la máquina. Estas peculiaridades, sin duda alguna, son trucos de míster Maelzel, o, si se da cuenta de ellos, los pone en práctica con la intención de hacer creer a los espectadores que en el autómata todo es puro mecanismo.
El turco juega con la mano izquierda. Todos los movimientos del brazo se realizan en ángulo recto. De este modo, la mano (que está enguantada y doblada de un modo natural) se dirige directamente hacia la pieza que ha de mover, desciende finalmente sobre ella, y generalmente los dedos la cogen sin dificultad. Sin embargo, ocasionalmente, cuando la pieza no está colocada en su exacta situación, el autómata falla en su intento. Cuando esto ocurre no hace un segundo esfuerzo, sino que el brazo continúa sus movimientos en la dirección primeramente intentada como si la pieza fuera entre los dedos. Habiendo señalado así el escaque donde tenía que haber sido hecho el movimiento, el brazo vuelve a su cojín y Maelzel ejecuta el movimiento señalado por el autómata. A cada movimiento de la figura se oye moverse la máquina. Durante la partida, el turco, de tiempo en tiempo, mueve los ojos como si examinara el tablero, y pronuncia la palabra jaque cuando es necesario. Si el adversario hace un movimiento falso, da fuertes golpes sobre la caja con los dedos de su mano derecha, mueve enérgicamente la cabeza, y volviendo a colocar en su sitio la pieza mal movida continúa jugando.
Cuando ha ganado la partida mueve la cabeza con aire de triunfo, mira en torno a la sala complacido, y retirando su brazo izquierdo, deja descansar únicamente sus dedos sobre el almohadón. Generalmente, el turco gana: sólo ha sido derrotado una o dos veces. Cuando la partida ha terminado, Maelzel, si así lo desean los espectadores, vuelve a exhibir el mecanismo de la máquina, de igual manera que al principio. Entonces la máquina rueda hacia atrás, y una cortina la esconde a la vista de los espectadores.
Se han efectuado diversos intentos de descubrir el misterio del autómata. La opinión más generalizada, una opinión frecuentemente adoptada por hombres que debían tener más inteligencia, era, como hemos visto, que la acción humana no intervenía inmediatamente; en otras palabras, que la máquina no era más que una máquina. Algunos, sin embargo, afirmaban que el mismo exhibidor controlaba los movimientos de la figura sirviéndose de medios mecánicos que actuaban a través de los pies de la caja.
Otros han hablado confidencialmente de un imán.
Sobre la primera de estas opiniones no hemos de añadir, por el presente, nada más de lo que ya se ha dicho. Sobre la segunda, sólo es necesario repetir lo que antes se afirmó: que la máquina rueda sobre unos cilindros, y que a cualquier petición de un espectador es movida por la habitación, incluso sobre la marcha del juego. La suposición de un imán es insostenible, porque si un imán sirviera de agente, otro imán, escondido en el bolso de un espectador, podría descontrolar perfectamente el mecanismo. Sin embargo, el exhibidor consentirá en que quede durante toda la partida sobre la mesa el más poderoso de los imanes.
El primer ensayo de explicación del secreto, al menos el primer ensayo sobre el que tenemos noticia, fue hecho en un extenso panfleto impreso en París en 1785. La hipótesis del autor se reducía a esto: que un enano manipulaba la máquina. Él suponía que dicho enano se escondía durante la apertura de la caja, introduciendo sus piernas en dos cilindros huecos que parecían estar (pero de hecho no lo estaban) entre la maquinaria del armario número uno, mientras su cuerpo permanecía enteramente fuera de la caja y cubierto con el paño del turco. Cuando las puertas se hallaban cerradas, el enano encontraba el modo de pasar su cuerpo dentro de la caja, ya que el ruido producido por una parte de la maquinaria le permitía hacerlo sin ser oído, y también cerrar la puerta por la que había entrado. Al ser exhibido de tal manera el interior del autómata, los espectadores, al no descubrir allí ninguna persona, dice el autor de este panfleto, quedaban satisfechos y convencidos de que no había ninguna persona dentro de la máquina. La hipótesis entera es evidentemente absurda, y por tanto no merece ningún comentario o refutación, y así atrajo muy poco la atención.
En 1789 fue publicado un libro de Dresden, por monsieur I. F. Freyhere, en el que se contenía un nuevo ensayo de explicación del misterio. El libro de monsieur Freyhere era enormemente largo y tenía abundantes ilustraciones a todo color. Su suposición era que "un muchacho inteligente, muy delgado y alto para su edad (lo suficiente para introducirse en un cajón colocado debajo del mismo tablero), jugaba la partida de ajedrez y efectuaba todos los movimientos del autómata. Esta idea, aunque más absurda incluso que la del autor parisiense, halló buena acogida y en cierta medida fue aceptada como la verdadera solución del problema, hasta que el inventor puso fin a las disputas permitiendo un minucioso examen de la parte superior de la caja.
Estos pintorescos intentos de explicación fueron seguidos por otros igualmente extraños. En los últimos años, sin embargo, un escritor anónimo, siguiendo un método de razonamiento muy poco filosófico, ha llegado a una solución plausible, aunque no puede considerarse como la única verdadera. Su ensayo fue publicado por vez primera en un semanario de Baltimore, ilustrado con grabados y con el siguiente título: Un intento de análisis del Jugador Autómata de Ajedrez de Mr. Maelzel. Creemos que este ensayo ha sido el original del panfleto al que se refiere Sir David Brewster en su Cartas sobre la magia natural, y del que él no titubea en declarar que es una explicación perfecta y satisfactoria. Los resultados de este análisis son indudablemente ciertos; pero para que Brewster haya visto en ellos una perfecta y satisfactoria explicación hemos de suponer que los ha leído muy por encima. En el compendio del ensayo hecho en las Cartas sobre la magia natural, es completamente imposible llegar a una conclusión clara sobre la perfección o imperfección del análisis, a causa de la mala distribución y deficiencia de las cartas de referencia utilizadas. El mismo defecto se encuentra en el Intento, etc., tal como lo hemos visto en su forma original. La solución consiste en una serie de minuciosas explicaciones (acompañadas de grabados en madera en un gran número de páginas) y su objeto es demostrar la posibilidad de cambiar los compartimientos de la caja para permitir a un ser humano, oculto en el interior, cambiar parte de su cuerpo de un lugar a otro de la caja durante la exhibición del mecanismo, librándose así de la atención de los espectadores. Indudablemente, como hemos observado, y como vamos a intentar demostrar, el principio, o, mejor, el resultado de tal solución no es el único cierto. Hay una persona escondida en la caja durante todo el tiempo de la exhibición de su interior. Incluso así rechazamos toda esa minuciosa descripción sobre la manera como deben moverse los compartimientos para permitir los movimientos de la persona escondida. Los rechazamos como una mera teoría admitida a priori, y a la cual tendrían que seguir las circunstancias después. No se ha llegado ni se puede llegar a un razonamiento inductivo. Cualquier forma en que se realice ese traslado no puede ser observada, naturalmente, durante la exhibición. Demostrar que ciertos movimientos pueden efectuarse de una forma determinada no significa que. se realicen efectivamente. Puede haber infinidad de métodos mediante los cuales se lleguen a obtener los mismos resultados. La probabilidad de que el único método adoptado sea el único correcto se halla en la relación del uno al infinito. Sin embargo, en realidad, ese detalle particular de la movilidad de los compartimientos no tiene demasiada importancia. Es absolutamente inútil dedicar siete u ocho páginas a probar lo que toda persona de buen sentido acepta; es decir: que el poderoso genio mecánico del barón Kempelen ha sido capaz de descubrir la manera de cerrar una puerta o deslizar un panel por medio de un agente humano a su servicio y en contacto inmediato con el panel, o la puerta igual que todas las operaciones encaminadas, como demuestra el mismo autor del ensayo, y como intentaremos demostrarlo nosotros, enteramente a escapar a la observación de los espectadores.
En nuestro intento de explicación del autómata, en primer lugar, haremos lo posible por mostrar cómo se efectúan sus operaciones, y a continuación haremos una descripción breve sobre la naturaleza de las observaciones que nos han servido para deducir nuestro resultado.
Es imprescindible, para un adecuado entendimiento de la cuestión, el repetir aquí brevemente la rutina adoptada por el exhibidor para mostrar el interior de la caja: rutina que sigue siempre, incluso en sus detalles más nimios. Primero abre la puerta número uno. Dejándola abierta, va hacia la parte trasera de la caja y abre una puerta que se halla precisamente detrás de la puerta número uno. Ante la última puerta sostiene una luz. Después empuja la puerta trasera, la cierra, y volviendo hacia adelante, abre el cajón completamente. Realizado esto, abre las puertas número dos y número tres (son dos hojas de una misma puerta) y muestra el interior del compartimiento principal. Dejando abierto el compartimiento principal, el cajón y la puerta número uno, vuelve por detrás y abre la puerta posterior del compartimiento principal. Para cerrar la caja no sigue ningún orden especial, excepto en lo siguiente: cierra siempre antes las dos hojas de la puerta que el cajón.
Ahora, supongamos que cuando la máquina es empujada hacia la presencia de los espectadores se haya escondido ya un hombre dentro. Su cuerpo está situado detrás de la maquinaria que hay en el armario número uno (la parte trasera de esta maquinaria está dispuesta para su deslizamiento en masa, desde el compartimiento principal hasta el armario número uno, siempre que sea necesario), y sus piernas quedan extendidas en el compartimiento principal.
Cuando Maelzel abre la puerta número uno, el hombre que está dentro no corre peligro de ser descubierto, pues la mirada más penetrante no puede entrar más allá de dos pulgadas en aquella oscuridad. Pero no es así cuando se abre la puerta trasera del armario número uno. Una luz fuerte penetra entonces en el armario y el cuerpo del hombre sería descubierto de permanecer allí. Pero no es así. La llave colocada en la cerradura de la puerta trasera sirve de señal a la persona oculta, que inclinará su cuerpo hacia adelante hasta un ángulo lo más agudo posible, introduciéndose casi por entero en el compartimiento principal. Sin embargo, esta postura le es tan incómoda que no puede permanecer mucho tiempo en ella. Así vemos que Maelzel cierra la puerta trasera. Realizado esto, no hay ningún obstáculo para que el cuerpo del hombre vuelva a su primera situación, ya que el armario ha quedado lo suficientemente oscuro para librarse de la mirada de los espectadores. Entonces se abre de nuevo el cajón, y las piernas de la persona caen por detrás en el espacio que ocupaba hasta entonces[2]. No hay, por consiguiente, ninguna parte del hombre en el compartimiento principal; su cuerpo está colocado detrás de la maquinaria del armario número uno, y sus piernas en el espacio ocupado antes por el cajón. Así el exhibidor puede mostrar tranquilamente el compartimiento principal. Lo hace, abriendo las puertas delanteras y la de atrás, y no se ve a nadie. Los espectadores quedan entonces satisfechos de haber visto todo el interior de la caja, expuesta a sus miradas, y también todas sus partes, al mismo tiempo. Pero no sucede así realmente. No ven el espacio que hay detrás del cajón ni el interior del armario número uno, cuya puerta virtualmente queda cerrada por el exhibidor al cerrar la puerta trasera. Maelzel, habiendo hecho girar la máquina, levantando el paño del turco, abre las puertas de la espalda y el muslo, y enseña el tronco de la figura lleno de mecanismos; después coloca todo en su primera posición y cierra las puertas. El hombre tiene ahora libertad de movimientos. Se incorpora lo suficiente dentro del cuerpo del turco, y así deja sus ojos al nivel del tablero. Es posible que se siente sobre el saliente cuadrado que se ha visto en una esquina del compartimiento principal cuando las puertas estaban abiertas. Así ve el tablero a través del pecho del turco, que es de gasa. Colocando su brazo derecho en el pecho, mueve el pequeño mecanismo mediante el cual puede dirigir el brazo izquierdo y los dedos de la figura. Este mecanismo está situado exactamente debajo del hombro izquierdo del turco y puede ser fácilmente alcanzado con la mano derecha del hombre escondido, si suponemos que tiene el brazo derecho doblado ante el pecho. El movimiento de la cabeza, de los ojos, y del brazo derecho de la figura, lo mismo que la palabra jaque, son producidos por otro mecanismo interior que también es manipulado por el hombre escondido. El conjunto de esta maquinaria, es decir, el mecanismo esencial de la máquina, probablemente esté escondido en el pequeño armario, de unas seis pulgadas, que está a la derecha (del espectador) del compartimiento principal.
En este análisis de las operaciones del autómata, voluntariamente no hemos querido referirnos a la manera de moverse los compartimientos, y se entenderá fácilmente que no es una cuestión importante, ya que cualquier carpintero corriente puede conseguir eso de muchos modos, y ya hemos demostrado que, de cualquier manera que se realice la operación, lo es siempre fuera de la observación de los espectadores. Nuestra solución está fundada sobre las siguientes observaciones que hemos podido hacer con frecuentes visitas a la exhibición de Maelzel[3].
1.—Los movimientos del turco no tienen intervalos regulares de tiempo, sino que están de acuerdo con los movimientos del adversario; aunque este punto (de regularidad), tan importante en toda clase de ingenios mecánicos, hubiese podido resolverse fácilmente mediante una limitación del tiempo de los movimientos del adversario. Por ejemplo, si el límite fuera de tres minutos, los movimientos del autómata podían realizarse con una regularidad en intervalos mayores de tres minutos. El hecho de la irregularidad, entonces, cuando la regularidad podía ser tan fácilmente alcanzada, sirve de demostración de que la regularidad no es importante a la acción del autómata: en otras palabras, que el autómata no es pura máquina.
2.—Cuando el autómata va a mover una pieza, puede observarse un claro movimiento que agita levemente el paño que oculta la parte delantera del hombro izquierdo. Este movimiento precede, invariablemente, en dos segundos más o menos, al movimiento del brazo; y el brazo nunca se mueve sin este movimiento preparatorio en el hombro. Dejemos ahora que el adversario mueva una pieza, y que Maelzel repita su movimiento en el tablero del autómata. Dejemos que el adversario vigile al autómata y descubra ese movimiento preliminar en el hombro. En cuanto haya hecho ese movimiento, y antes de que se mueva al brazo, hagamos que corrija la posición de su pieza como si hubiera cometido un error. Entonces se verá que el movimiento del brazo, que, en otros casos, sucede inmediatamente al movimiento en el hombro, no continúa, sino que queda en suspenso, aunque Maelzel no haya realizado aún en el tablero del autómata el movimiento correspondiente a la corrección del adversario. En este, caso no puede ponerse en duda que el autómata estaba a punto de mover una ficha, y que si no lo ha hecho ha sido por causa de la retirada del adversario y sin ninguna intervención de Maelzel.
Este hecho prueba lo siguiente: 1.° Que la intervención de Maelzel, al ejecutar los movimientos del adversario sobre el tablero del autómata, no es esencial para los movimientos del autómata. 2.° Que esos movimientos están regulados por la mente de alguna persona que ve el tablero del adversario. 3.° Que sus movimientos no están regulados por la mente de Maelzel, quien se hallaba vuelto de espaldas hacia el adversario cuando corregía su movimiento.
3.—El autómata no gana invariablemente la partida. Si la máquina fuera una pura máquina, tendría que ganar siempre. Descubierto el principio por el que una máquina puede jugar una partida de ajedrez, la extensión de tal principio tendría que conseguir que ganase; y una extensión mayor tendría que hacer que ganara todos los juegos; es decir, vencer a cualquier contrincante. Una débil consideración será suficiente para convencer a cualquiera que no es más difícil construir una máquina que gane un solo juego que hacer una máquina que gane todas las partidas, por lo que se refiere al principio de las operaciones necesarias. Ahora bien, si miramos al jugador de ajedrez como a una máquina, hemos de suponer (lo cual es muy improbable) que su inventor, en lugar de perfeccionarla, prefirió dejarla incompleta, suposición que resulta más absurda todavía al pensar que el hecho de dejarla incompleta serviría de argumento contra la posibilidad de que fuera una pura máquina; y éste es el auténtico argumento que ahora aducimos.
4.—Cuando la situación del juego es difícil o compleja, nunca vemos al turco mover la cabeza o los ojos. Únicamente lo hace cuando su movimiento próximo es muy claro, o cuando la partida se encuentra en tales circunstancias que el hombre escondido dentro del autómata no tiene necesidad de reflexionar. Sin embargo, esos movimientos peculiares de la cabeza y de los ojos son movimientos acostumbrados en las personas abstraídas en la meditación, y el ingenioso barón Kempelen habría adaptado tales movimientos (si la máquina fuera una pura máquina) a las ocasiones oportunas para ello; es decir, a los momentos de complejidad. Pero ocurre lo contrario, y esto es un argumento para nuestra suposición de que hay un hombre escondido en el interior. Cuando está sumido en la meditación no tiene tiempo para pensar en mover el mecanismo del autómata mediante el cual mueve la cabeza y los ojos. Sin embargo, cuando el juego es claro tiene tiempo de mirar a todas partes, y así vemos agitarse la cabeza y girar los ojos.
5.—Cuando se da vuelta a la máquina para permitir a los espectadores que examinen la espalda del turco, y cuando se levanta el paño y se abren las puertas del tronco y de los muslos, el interior del primero aparece lleno de mecanismos. Examinando tales mecanismos mientras el autómata estaba en movimiento (es decir, cuando la máquina entera era movida sobre sus cilindros), nos ha parecido ver que ciertas partes del mecanismo cambiaban de posición y forma en un grado demasiado grande para tener una explicación en las leyes de la perspectiva. Otros exámenes posteriores nos han convencido de que tales alteraciones podían atribuirse a espejos colocados en el interior del tronco. El hecho de que hubiera espejos en la maquinaria no podía estar motivado por la intención de influir de cualquier manera sobre la máquina. Su función —sea la que sea— tenía que hacer necesariamente referencia a los ojos del espectador. Así concluimos que esos espejos habían sido colocados para multiplicar la visión de algunas pocas piezas de la maquinaria alojada en el tronco, con lo que se intentaba dar la apariencia de que estaba completamente llena de mecanismos. De esto se deduce directamente que la máquina no es una pura máquina. De lo contrario, el inventor, en lugar de querer dar a entender que su mecanismo era complejo, sirviéndose de un truco, hubiera debido estar especialmente deseoso de convencer a los presentes, en la exhibición, de la simplicidad de los medios por los que conseguía tan maravillosos resultados.
6.—La apariencia exterior, y especialmente la actitud del turco, son imitaciones muy imperfectas cuando se las considera bajo el ángulo de imitaciones de la vida. La fisonomía no da a entender ningún ingenio, y está superada, en lo que se refiere al parecido con el rostro humano, por las más corrientes figuras de cera. Los ojos giran en la cabeza sin naturalidad y sin armonía con los movimientos de los labios y las cejas. El brazo, especialmente, realiza sus operaciones con demasiada rigidez y de una forma convulsiva y rectangular. Sin embargo, todo esto es resultado de la incapacidad de Maelzel para hacerlo mejor, o de una negligencia intencionada —ya que hay que rechazar la negligencia accidental —cuando consideramos que todo el tiempo del propietario ingenioso está ocupado en la mejora de sus máquinas. Con seguridad no podemos achacar a la ineptitud esa falta de apariencia de vida, porque todos los restantes autómatas de Maelzel son una demostración de su gran capacidad para imitar los movimientos y peculiaridades de la vida con la más maravillosa exactitud. Sus saltimbanquis, por ejemplo, son inimitables. Cuando el clown se ríe, por ejemplo, sus labios, sus ojos, sus cejas y sus párpados —todos los rasgos de su rostro— tienen expresiones apropiadas. En él y en su compañero todos los gestos son sueltos, y el semblante tiene toda su naturalidad, de tal manera que, a no ser por lo diminuto de su tamaño y por permitir que los espectadores lo cojan antes de la exhibición en la cuerda, no sería fácil convencer a cualquier reunión de personas que esos autómatas de madera no son criaturas vivientes. Por tanto, no podemos poner en duda la destreza de Mr. Maelzel, y necesariamente hemos de suponer que ha sido intencionado en él el que su Jugador de Ajedrez siguiera con la forma artificial y poco humana que le diera el barón Kempelen (indudablemente también con intención) en un principio. Es fácil imaginar cuál era este propósito. Si el autómata imitase la vida en sus movimientos, el espectador se inclinaría a atribuir sus operaciones a su verdadera causa (es decir, a un ser humano escondido dentro), más que lo está ahora, cuando las poco graciosas y rectangulares maniobras hacen pensar en la idea de una pura máquina exclusivamente.
7.—Cuando, un poco antes del comienzo de la partida, el autómata es presentado por el exhibidor como de costumbre, un oído medianamente acostumbrado a los sonidos que se producen en un sistema de maquinaria descubrirá inmediatamente que el eje que hace girar la llave en la caja del jugador de ajedrez no puede estar unido a un peso ni a un muelle ni a cualquier mecanismo. De aquí deducimos lo mismo que en la anterior observación. La cuerda no es esencial para las maniobras del autómata, y la única finalidad que tiene es excitar en los espectadores la falsa idea de un mecanismo.
8.—Cuando se pregunta directamente a Maelzel: "¿El autómata es una pura máquina, o no?" Su respuesta es invariable: "No quiero decir nada en torno a eso." La notoriedad del autómata y la enorme curiosidad que ha excitado en todas partes se deben especialmente a la opinión más general de que es una pura máquina, y no a otra circunstancia. Por supuesto, entonces el interés del propietario es presentarlo como una pura máquina. Y ¿de qué manera más obvia y eficaz puede hacer impresión en los espectadores con esta idea deseada que mediante una positiva y explícita declaración a tal efecto? Además, ¿qué método más obvio y efectivo puede haber para excitar la incredulidad en que el autómata sea una pura máquina que negar tal declaración explícita? Porque los espectadores razonan naturalmente así: "A Maelzel le interesa presentar esto como una pura máquina; no lo quiere hacer directamente con palabras, aunque no tiene escrúpulos y está, sin duda alguna, deseoso de hacerlo indirectamente mediante sus actos. Si fuera realmente tal como pretende representarlo por sus actos, se inclinaría gustoso a testimoniarlo más directamente con palabras; de aquí se deduce que la razón de su silencio es la conciencia que él tiene de que no es una pura máquina; sus actos no pueden hacerle cómplice de una mentira; sus palabras, sí.
9.—Cuando en la exhibición del interior de la caja, Maelzel ha abierto la puerta número uno y la que está detrás de ella, coloca una luz en la puerta trasera (según hemos dicho antes) y mueve toda la máquina de una a otra parte, para convencer a los reunidos de que el armario número uno está completamente lleno de mecanismos. Cuando la máquina es movida de esta forma, un observador cuidadoso podrá ver que mientras la parte de maquinaria que está junto a la puerta número uno es perfectamente firme y no se mueve, la parte trasera se mueve muy levemente, con los movimientos de la máquina. Esta circunstancia nos hizo sospechar inmediatamente que la parte más interna de la maquinaria estaba dispuesta para deslizarse fácilmente, en masse, de su posición cuando fuera necesario. La ocasión se presenta, según lo hemos visto, cuando el hombre escondido yergue su cuerpo después de cerrada la puerta posterior.
10.—Sir David Brewster sostiene que la figura del turco es de tamaño natural, aunque mayor de lo ordinario. Pero es muy fácil equivocarse en cuestiones de magnitud. El cuerpo del autómata, generalmente, se halla aislado, y no teniendo medios inmediatos para compararlo con una figura humana, nos permitimos considerarlo como de dimensiones ordinarias. Sin embargo, podemos corregir este error observando al jugador de ajedrez cuando, como ocurre en algunos casos, el exhibidor se aproxima a él. Realmente Mr. Maelzel no es muy alto, pero cuando está cerca de la maquina, su cabeza queda unas dieciocho pulgadas, al menos, debajo de la cabeza del turco, aunque éste, como se recordará, se halla sentado.
11.—La caja, detrás de la cual se encuentra el autómata, tiene exactamente tres pies y seis pulgadas de largo, dos pies y cuatro pulgadas de profundidad, y dos pies y seis pulgadas de altura. Estas dimensiones son suficientes para acomodar a un hombre de estatura mucho mayor de la ordinaria, y el compartimiento principal sólo es capaz de encerrar a un nombre ordinario en la posición que hemos mencionado, y que ha debido de adoptar la persona escondida. Como los hechos son así, y cualquiera que dude de ellos puede comprobarlos mediante un cálculo, no nos parece importante insistir sobre ellos. Únicamente sugerimos que aunque la parte superior de la caja consiste aparentemente en una tabla, de unas tres pulgadas de espesor, el espectador puede comprobar agachándose y mirando, cuando el compartimiento está abierto, que en realidad es muy delgada. La altura del cajón puede ser también juzgada erróneamente si se le examina muy a la ligera. Hay un espacio de unas tres pulgadas entre la parte superior del cajón, vista desde fuera, y el fondo del armario; un espacio que debe ser incluido en la altura del cajón. Estos trucos, que hacen que el espacio que hay dentro de la caja no parezca tan grande, parecen estar hechos con la intención por parte del inventor de impresionar a los reunidos con una idea falsa; es decir, que ningún hombre se puede alojar dentro de la caja.
12.—El interior del compartimiento principal está revestido totalmente de tela. A nuestro parecer, tiene una doble función. Una parte de ella puede formar, cuando está muy tirante, las únicas divisiones que haya que modificar durante los cambios de postura del hombre; es decir: la división entre la pared de atrás en el compartimiento principal y la pared posterior del armario número uno, y la división entre el principal compartimiento y el espacio de detrás del cajón, cuando se halla abierto. Si imaginamos que ésta es la situación actual, la dificultad de mover las divisiones se desvanece en seguida, si es que realmente puede suponerse que exista tal dificultad. El segundo objeto de la tela es disminuir y hacer confusos todos los ruidos motivados por los movimientos de la persona encerrada.
13.—El adversario (según hemos observado antes) no puede jugar en el tablero del autómata, pero está sentado a cierta distancia de la máquina. La razón que probablemente se nos daría para ello, si se hiciese la pregunta, es que si la persona se sentara frente al autómata, entonces se interpondría entre la máquina y los espectadores, con lo que dificultaría la visión de los últimos. Pero esto podía evitarse con facilidad mediante una elevación de los asientos del público, o bien moviendo hacia los espectadores el extremo de la caja durante la partida. Sin embargo, tal vez sea muy distinta la causa. Si el adversario estuviera sentado junto a la caja, tal vez pudiera descubrir el secreto del truco al captar, con la ayuda de un buen oído, la respiración del hombre encerrado.
14.—Aunque Mr. Maelzel, al enseñar el interior de la caja, se aparte alguna vez ligeramente de la rutina que ya hemos señalado, sin embargo, nunca se aparta de ella lo suficiente para hacer imposible nuestra solución. Por ejemplo, le hemos visto abrir antes que nada el cajón, pero nunca ha abierto el compartimiento principal sin cerrar antes la puerta trasera del armario número uno. Nunca abre el compartimiento principal sin sacar primero el cajón, ni saca nunca el cajón sin cerrar antes el compartimiento principal; jamás abre la puerta posterior del armario número uno estando abierto el compartimiento principal; y la partida no empieza hasta que no esté cerrada toda la máquina. Pues bien, si observamos que nunca, ni en un solo caso, Mr. Maelzel cambia la rutina que hemos señalado como necesaria para nuestra solución, éste constituiría uno de los argumentos más fuertes en colaboración de la misma; pero el argumento se refuerza enormemente al considerar oportunamente la circunstancia de qué sí se aparta ocasionalmente de la rutina, pero nunca lo suficiente para hacer imposible la solución.
15.—Durante la partida hay seis luces sobre la mesa del autómata. Se plantea inmediatamente la siguiente cuestión: ¿por qué emplea tantas luces, cuando una sola bujía o dos serían más que suficientes para permitir a los espectadores una clara visión del tablero, en una sala que además está tan bien iluminada; y, además, si suponemos que la máquina es una pura máquina, entonces no necesita de mucha luz, o mejor de ninguna, para realizar sus operaciones; y cuando, por otra parte, sólo hay una luz sobre la mesa del adversario? La deducción más inmediata y obvia es que se necesita una luz tan fuerte para permitir al hombre escondido una visión a través de la materia transparente (probablemente una fina gasa) que forma el pecho del turco. Pero al considerar la disposición de las bujías, se nos plantea en seguida otra razón. Como ya hemos dicho, hay seis luces en total. Tres de ellas se encuentran a cada lado de la figura. Las más alejadas de los espectadores son las más largas, aproximadamente de unas dos pulgadas las del centro, y las que se hallan más cerca del público son de unas dos pulgadas más cortas aún; las bujías de un lado difieren en altura de las bujías respectivas del otro lado en una proporción de dos pulgadas; es decir, que la bujía más larga de uno de los lados es unas tres pulgadas más corta que la más corta del otro lado, y así sucesivamente. Se ve, pues, que no hay dos bujías de la misma altura, y también es mayor la dificultad de conocer el material del pecho de la figura (contra el que se dirige particularmente la luz) porque el cruce de los rayos produce un efecto deslumbrador, cruce que se consigue al colocar todos los centros de irradiación a diferentes alturas.
16.—Cuando el Jugador de Ajedrez fue propiedad del barón Kempelen, se observó varias veces: primero, que un italiano del séquito del barón no estaba nunca presente durante las partidas de ajedrez; y, segundo, que cuando el italiano cayó gravemente enfermo fue suspendida la exhibición hasta su restablecimiento. Dicho italiano declaraba una total ignorancia del juego de ajedrez, mientras todos los restantes del séquito jugaban bien. Observaciones semejantes se han podido hacer desde que el autómata a pasado a manos de Maelzel. Un tal Schelumberger le acompaña dondequiera que se dirija, y no tiene otra ocupación conocida que la de ayudarle a empaquetar y desempaquetar el autómata. Este hombre tiene una estatura más o menos mediana, y sus hombros están notablemente encorvados. Sin embargo, no sabemos si declara saber jugar al ajedrez o no. Pero es completamente cierto, sin embargo, que nunca se le ha visto durante la exhibición del Jugador de Ajedrez, aunque sí inmediatamente antes y después. Aparte de esto, hace algunos años, Maelzel fue a Richmond con su autómata, y, según creemos, lo exhibió en la casa ocupada ahora por M. Bossieux con una academia de baile. Schelumberger cayó repentinamente enfermo, y durante su enfermedad no hubo exhibición del Jugador de Ajedrez. Estos hechos son de sobra conocidos por muchos conciudadanos nuestros. La razón dada para la suspensión de las sesiones del jugador de Ajedrez no fue la enfermedad de Schelumberger. Que el lector saque todas las consecuencias de este hecho.
17.—El turco juega con el brazo izquierdo. Una circunstancia tan notable no puede considerarse como accidental. Brewster no le da mucha importancia, y se limita, según recordamos, a mencionar el hecho. Los escritores más recientes de tratados sobre el autómata parecen no haberse dado cuenta de este detalle, y no hacen referencia a él. El autor del panfleto a quien cita Brewster reconoce su incapacidad para poder explicarlo. Sin embargo, es evidente que de tan grandes discrepancias o incongruencias pueden sacarse unas conclusiones que nos conduzcan hacia la verdad.
La circunstancia de que el juego del autómata se realice con la mano izquierda es posible que no tenga relación con las operaciones de la máquina, considerada simplemente como tal. Cualquier mecanismo que pudiera mover el brazo izquierdo de la figura también podría mover de igual modo el derecho. Pero estos principios no pueden aplicarse a la organización humana, donde existe una notable y radical diferencia en la posibilidad de usar su brazo derecho y su brazo izquierdo. Deteniéndonos en este último hecho, hemos de referir, naturalmente, la rara incongruencia del Jugador de Ajedrez con la peculiaridad de la organización humana. Y así hemos de imaginar alguna inversión, porque el Jugador de Ajedrez juega precisamente como no lo haría un hombre. Aceptadas estas ideas, hay más que suficiente para sospechar la presencia de un hombre dentro. Unos pocos pasos más, imperceptibles, nos llevarán por fin al resultado. El autómata juega con su brazo izquierdo, pero sólo bajo esta circunstancia el hombre escondido puede jugar con su brazo derecho: un desiderátum completamente lógico. Imaginemos, por ejemplo, que el autómata juega con el brazo derecho. Para alcanzar el mecanismo que mueve el brazo, y que, según hemos explicado, queda inmediatamente debajo del hombro, sería imprescindible que el hombre escondido usara de su brazo derecho en una posición excesivamente incómoda (es decir, levantándolo contra su cuerpo muy oprimido entre éste y el costado del autómata), o que utilizara su brazo izquierdo, doblándolo ante el pecho. En ninguno de los dos casos podría actuar fácilmente con la precisión requerida. Contrariamente, desaparecen todas estas dificultades si el autómata juega con el brazo izquierdo. El brazo derecho del hombre escondido está cruzado sobre su pecho, y los dedos de su mano actúan cómodamente sobre el mecanismo del hombro de la figura.
Pensamos que no puede objetarse nada razonable contra esta solución que ofrecemos al caso del autómata Jugador de Ajedrez.
[1] Bajo el epígrafe Androides, de la Enciclopedia de Edimburgo, puede hallarse una referencia completa de los principales autómatas de los tiempos antiguos y modernos. (N. del A.)
[2] Sir David Brewster supone que siempre hay un gran espacio detrás del cajón, incluso cerrado: en otras palabras, que el cajón es un "cajón falso". Pero esta idea es completamente absurda. Un truco tan simple sería descubierto inmediatamente, ya que al estar abierto todo el cajón podría compararse su profundidad con la de la caja. (Nota del autor.)
[3] Algunas de estas observaciones tienen como finalidad exclusiva demostrar que la máquina está regulada por la mente, y nos ha parecido superfluo poner otros argumentos posteriores para fundamentar lo que está plenamente resuelto. Pero nuestro objeto es convencer a ciertos amigos para quienes una serie de razonamientos sugestivos tendrán más influencia que la más positiva demostración a priori. (N. del A.)